Por: Gilda De La Guardia de Ferrer
Tardó 30 años para que la invasión pasara a la palestra nacional en forma de exhibiciones artísticas, documentales, testimonios. Lo que entiendo ocupa solo párrafo y medio en los textos escolares, pero acaba de generar cientos de páginas recién desclasificadas por el Pentágono en los Panama Files.
Para los que no la vivieron, la invasión es un concepto abstracto, difícil de medir en su verdadera dimensión. Los que sí, recuerdan exactamente donde estaban y qué estaban haciendo cuando estallaron las primeras bombas. Eran las 12 de la noche unos días antes de Navidad cuando el cielo se encendió de rayos láser.
Estábamos viendo una película argentina – deprimente como ella sola – cuando sentimos unos ruidos extraños. Nos asomamos. Vimos el movimiento de los aviones, pero veníamos escuchando viene el lobo, viene el lobo. Unos días antes, el propio Noriega había montado un operativo: los batallones de la dignidad se enfrentarían al ejército americano. Nadie les creía nada.
Encendimos la TV y las noticias internacionales lo confirmaban. Empezaba el terror. La acción se concentraba en El Chorrillo, en el Cuartel Central, pero las reverberaciones se sentían por todas partes. Empezaba a zumbar el teléfono. Los ciudadanos americanos, siguiendo las instrucciones de su embajada, corrían a esconderse donde sus vecinos.
Activamos la cadena telefónica que se usaba en el colegio de los niños para casos de emergencia. Los asiáticos eran los más incrédulos. No querían que sus hijos perdieran escuela y punto. Los nuestros, felices de hacerlo por la razón que fuera.
El nombre capcioso de la operación Causa Justa daba risa. Empezaban a rodar las tanquetas por toda la ciudad. Uno o dos días después, empezaba el saqueo ante su mirada impávida. Se hablaba del fuego en El Chorrillo. Toda la información era especulativa y de tercera mano.
Los vecinos de la embajada de Francia pidieron protección a los americanos. Vivíamos con una tanqueta estacionada frente a la casa. Era cada vez más evidente que no habría Navidad ese año. No se podía salir a la calle, no había gasolina ni se podía comprar comida. No quedaba tienda de juguetes sin saquear.
Vivíamos a ritmo de trueque, pan por café. La seguridad estaba en manos de los vecinos. Todos, menos nosotros, estaban armados. Usaban los edificios más altos de miradores y hacían tiros desde ahí. Con las Fuerzas de Defensa desmanteladas, cada uno tenía que defender su propio pellejo.
Se hacían rondas de noche. De día, los niños jugaban a soldados. De la nada, se supo que habían agarrado a Noriega disfrazado de mujer. El Secretario de la Nunciatura, amigo de la casa, nos había pasado la información. Empezaba la pesadilla del Rock & Roll a todo volumen en Paitilla.
Nuestra cocinera se presentó con un saco de papas que regamos en la azotea al estilo de Anna Frank. En eso, Noriega se entregó a los americanos como un prisionero cualquiera. La gente perdió el miedo y salió a la calle. Las cosas volverían lentamente a la normalidad en una ciudad bombardeada, saqueada y sin autoridad policial.
Invasión en 4 tiempos de Isabel de Obaldía lo narra mucho mejor que yo. No fue cosa de un día. Fueron años de absoluta falta de normalidad, primero, por el miedo generalizado y, segundo, por la agobiante situación económica. Aprendimos hasta a vivir sin bancos.
Prohibido olvidar, como dijo Rubén. La invasión es el evento histórico más importante de nuestra historia moderna. Negarla o desestimarla es un crimen histórico. Entremos a los Panamá Files y que nuestros estudiosos concluyan el trabajo que han empezado nuestros artistas. Por lo menos, debemos saber a ciencia cierta cuántos muertos hubo.
La autora es miembro de MOVIN
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